Queridos diocesanos,
La misión evangelizadora es compleja. Tiene sus dificultades, pero también —hay que decirlo— siempre se nos presenta apasionante. Algunos, tal vez los más desanimados, piensan que todo es un desbarajuste. Un momento: hablemos de ello. Todo, lo que es todo, sería una exageración. Siempre se pueden hacer mejoras. Un buen amigo me decía: «La vida es una suma de lo que haces y de la manera como lo vives; en el primer apartado solo hay que contar un 10%, en el segundo, el 90% restante». Esto viene al caso y lo relaciono con este dicho popular: «hacer pan de las piedras».
Pues sí, hay que saber darle la vuelta a la tortilla. Es decir, nuestra lectura y comprensión de la realidad puede hacerse desde diversas perspectivas. Los mismos discípulos vivieron momentos de desánimo e incomprensión, pero fue Jesús quien los rescató y les ofreció una mirada realista y esperanzada a la vez. No se trata de forzar las cosas, y menos aún de hacer lecturas irreales. No podemos huir de la realidad tal como es y tal como la vivimos. En todo caso, necesitamos una conversión permanente de la mirada y del corazón.
Estamos llamados, queridos diocesanos, a ser «pan», es decir, a convertir la dureza de nuestra mentalidad —a veces demasiado terca— y de nuestro corazón —a veces demasiado herido. La conversión pastoral de la que tanto ha hablado el papa Francesc no es un eslogan, sino una necesidad más que evidente.
La conversión, que es la gran tarea de cualquier cristiano, desde el primer bautizado hasta el último, es también un don. Hay que pedirlo insistentemente. Dios lo concede cuando Él lo tiene determinado. Como bien sabemos, han existido grandes relatos de conversión a lo largo de la historia, pero el más importante es el de cada uno de nosotros. En este proceso intervienen muchos factores y actúan muchas personas. Quiero hacer mención de quienes nos ayudan sin saberlo, y me refiero sobre todo a los migrantes y refugiados.
Hoy todo el mundo se mueve, tarde o temprano. Nadie deja su tierra por placer. La doctrina social de la Iglesia admite la libre decisión de migrar, y aún más si es para huir de la violencia, la injusticia o, incluso, para buscar un nuevo refugio climático. El reto es para todos, y es de grandes dimensiones. El hecho de alcanzar la felicidad tendrá mucho que ver con un gesto de confianza que va más allá de nosotros. Este gesto lo protagonizan, muchas veces, quienes han venido de otros contextos y de otras culturas, y que se mantienen firmes a pesar de los innumerables rechazos sufridos. Esta tenacidad nos invita a una sana conversión.
Los migrantes y los refugiados son, no lo dudo, quienes revitalizarán nuestras comunidades, a menudo cansadas y rígidas. Pero también las comunidades acogedoras son impulsoras de fraternidad. «Hacer pan de las piedras», es decir, de la realidad plural y diversa encontraremos oportunidades de conversión y, por tanto, de esperanza. Adelante.
Con mi bendición y afecto,
+Daniel Palau Valero
Obispo de Lleida
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