Niño y joven bueno. Dispuesto a dar a Dios, a través de los demás, lo mejor de sí mismo. Cuando le confirman estar en posesión de una capacidad humano-intelectual superior a la normal, se pregunta ¿qué hacer?

Reflexiona y decide formarse. Así, incrementará la calidad de su servicio. Accede al seminario. Luego, opta por la vida religiosa. Quiere incrementar las relaciones interpersonales, sí. El sacerdote vive por encima del plano social y un tanto aislado de sus gentes. Él quiere permanecer codo a codo, con ellas.

Pronto se le brinda la ocasión de demostrar su amor a los demás. A punto estuvieron de apresarlo, los asesinos, al incendiar su convento en Barcelona. Ocurrió al proteger a un anciano invidente.

Luego, ordenado sacerdote, se ofrece, para dirigir misiones populares en Cataluña. ¿Motivo?. Al pertenecer él, al mundo rural, quiere que esas gentes pobres e incultas adquieran motivos para dar sentido a su vida. Para vivir su fe. Vida dura y escasa de horizontes. Consecuente actitud de su condición bondadosa. Al concluir el ministerio lo agradece de corazón. Por ese medio se ha relacionado con figuras relevantes de la Iglesia catalana: un regalo inmerecido.

Procura alejarse, en su exilio francés, de campos de concentración. Avisperos de no pocos disturbios y conspiraciones. Lo suyo es la vida sosegada. Se traslada de la frontera al interior y se recluye en una propiedad privada. Sembrada, toda ella, de cuevas y frondosidad. ¿Sólo? No. Pronto lo rodean grupos de hombres y mujeres sedientos de copiar su estilo de vida. De beber en su misma fuente. Otro tanto ocurre con los creyentes del entorno. Se acercan a compartir sus cuitas, con el ermitaño español y, salen, siempre, crecidos en fe. Fe hecha servicio. Palau los invita a vivir, desde la personal interioridad. Desde sus mejores fondos. En ellos los/nos introduce. Lo mejor de la persona se encuentra en su eterno hondón -manifiesta con insistencia-. Agradecidos, estos fieles, lo reconocen  excelente guía. ¡Aciertan!

En el trecho barcelonés de su recorrido se relaciona con gentes, profundamente, necesitadas. Conforman los barrios de aluvión: el cinturón periférico de la industrial urbe. Su corazón bondadoso no tolera las condiciones degradantes en que viven: extenuados por el excesivo trabajo, escasos de salarios, esclavos del colectivo empresarial. Sólo cuentan para enriquecerlo. Situación, a todas luces injusta. Acompañado por el obispo, pronto crea, Palau, un centro religioso-cultural. Allí, formará a tales personas. Allí, los promocionará desde sus mejores niveles.

Con la formación continuada, consigue un clima de excelente convivencia. Se relacionan, cordialmente, financieros, patrones y proletarios, hombres y mujeres, jóvenes y adultos. Tal vez, desde ese insignificante núcleo pueda él contribuir  a pacificar la tan convulsa sociedad barcelonesa. Tal vez, emerja, de aquí, un valioso germen de Iglesia. ¡Luminoso horizonte!.

Efímeras resultan sus esperanzas. La falsedad, difamación, y hostilidad se ceban sobre Fco. Palau. Así es. Soporta toda una campaña, infamante, encaminada a desprestigiar su persona y su obra. Él responde, de modo habitual, con el silencio. Silencio interpretado, por sus adversarios, como si las acusaciones fueran fundadas. La prensa atea hasta le califica de ignorante y torpe: Más que enseñar ha de aprender porque  es muy poco lo que sabe. Palau calla, vive con fidelidad  su misión y espera.

En este concreto escenario tiene lugar la 1ª huelga general de trabajadores textiles en Barcelona. Las autoridades buscan chivo expiatorio y lo encuentran en la obra formativa de nuestro protagonista. Con tales episodios se desvanecen sus sueños de justicia. Como la administración hace suyas las acusaciones de la prensa atea, clausuran el centro religioso-cultural y confinan a Palau. ¿A dónde?. A Ibiza. Prisión abierta del Estado donde recala lo más dañino de la sociedad española. Seis años permanece en el destierro. Acorralado, al comienzo, por la curiosidad del pueblo. Rodeado, luego, de un grupo de seguidores. Valorado y querido, siempre, por las gentes del sector rural. Por fin, lo declaran inocente. Ahora, vuelve a la península con el corazón crecido en misericordia, ternura, compasión.

Entre sus seguidores, alguno reprocha la conducta del Fundador. Al saberlo dialoga con los díscolos. Yo callo, tolero, oro y conjuro el mal humor que os posee. Espero pase la tempestad… Te conozco a fondo y te creo incapaz de ser infiel y traidor a tu padre. Y a otro: Abusando de la confianza que he puesto en ti, me has excluido del gobierno. Me indicas la conducta que he de seguir. Te adjudicas propiedades comunes, alejas a mis hijas de mí y criticas la necesaria atención a mi salud. Su pregunta conclusiva surge del más profundo dolor: ¿Queréis que desaparezca?. Como respuesta, los confía la responsabilidad de sus comunidades. Quizá desde el afecto resulte más fácil su rehabilitación. El desmadre de ambos incrementa su despliegue de  ternura.

Otra realidad social afecta a su recorrido. La inhumana industrialización de la ciudad condal genera numerosas víctimas. Para el colectivo empresarial no existen las personas en sí. Sólo cuenta su productividad. ¿Y la administración?. Tampoco tiene intenciones ni posibilidades para atenderlos. Palau tropieza con numerosos enfermos. Viven aislados, abandonados. Ante semejante situación él se implica: los acoge, escucha, favorece. Pide ayuda a expertos, quienes diagnostican sus dolencias. ¿Suficiente?. No. Reduce el espacio vital de su comunidad y en su propio domicilio, alberga a los que caben.

Una denuncia por ejercer la medicina, de forma ilegal, da con sus huesos en los calabozos. Lo acompañan su familia y otros colaboradores. Allí, permanecen días y días. Sorprendemos a Palau solidario, profundamente humano, compasivo. La historia -como siempre- notifica, confirma y rubrica. Por lo cual pronto lo declara inocente la autoridad judicial. ¡No podía ser de otra manera!

Sin embargo, es a sus carmelitas a quienes privilegia en valoración, cercanía, afecto. A ellas dirige, incansable, el entrañable calificativo de hijas. Como padre las anima, valora y acompaña. ¡Hasta las mima!. Les confía, tanto los proyectos importantes, como la misión ordinaria que realiza. Son ellas soporte en su apostolado. Con ellas derrocha bondad y ternura. De forma singular cuando pasan por situaciones difíciles. Hasta recomienda, a las enfermas, la medicación adecuada. ¡Como cualquier padre!

En la última etapa de su existencia se declara una peste mortífera en Calasanz. Allí, atendiendo a todos y a todo están sus carmelitas. También ellas se contagian. Informado, sin medir peligros ni consecuencias, se desplaza. Las cuida. Permanece con ellas. Vuelve cuando mejoran. No obstante, a los pocos días, Palau, fallece. ¿Contagiado?. Él, se ha arriesgado  hasta el límite. Hasta entregar  todo y lo mejor de sí.

Interioridad, justicia, compasión y, numerosas actitudes no referidas aquí, son expresión, inequívoca, de la condición bondadosa de Palau. De quienes como él se consagran al servicio de los demás, también. Sí, su misericordia ha devenido donación de su entera persona. A quien lo necesite. Cierto, sus hijas encabezan el ranking. Y la entrega, siempre, cotizó y cotiza al alza. Hasta dar la vida. Como el Maestro.  

Gna. Ester Díaz, carmelita missionera.