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Ayudando a vivir (Obispo Joan)
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Fecha publicación: 
Dom, 11/09/2014
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Vivimos las más de las veces con mirada autorreferencial y por eso buscamos tanto el reconocimiento y la alabanza. Es frecuente la expresión "sentirme bien conmigo mismo". Pero si en el centro de nuestros intereses estamos nosotros, difícilmente hay lugar para los demás y para Dios. Nuestro peligro es ponernos de tal modo en primer plano, que casi puede decirse que vamos camino de convertirnos en pequeños dioses. Como decía el Papa Francisco en Brasil, en la Jornada Mundial de la Juventud (2013): "La gran tentación de la Iglesia es querer tener luz propia y dejar de ser ese 'misterium lunae' del que nos hablaban los Santos Padres. El misterio de la luna. Se vuelve así cada vez más autorreferencial y debilita su necesidad de ser misionera, facilitadora de la fe".

Está claro que si los bautizados perdemos la tensión de ser sólo reflejo de Cristo, y pensamos en brillar con luz propia, dejamos de tener conciencia de instrumentos y dejaremos de ser dóciles al querer de Dios. Hay que tener la mirada puesta en Dios para que todo lo que hacemos sea ante todo de Él. Vivir cristianamente nos reclama una donación generosa, pero el primado es siempre de Dios, que ha querido llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios (Evangelii Gaudium 12). Es esta convicción justamente la que nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que abruma totalmente nuestra vida. Nos lo pide todo, pero al mismo tiempo nos lo ofrece todo.

Según el Papa Francisco, una comunidad evangelizadora experimenta que es el Señor quien ha tomado la iniciativa (1Jn 4,10); y, por ello, sabe avanzar sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Quiere brindar misericordia, porque ella misma ha experimentado la infinita misericordia de Dios y su fuerza difusora. Como consecuencia, sabe «involucrarse», como Jesús, y acompaña con obras y gestos la vida cotidiana de los demás, tocando en ellos la carne sufriente de Cristo, acorta distancias y asume la vida humana. Una comunidad evangelizadora acompaña a la gente en sus procesos. Sabe esperar y aguantar apostólicamente, tiene mucha paciencia y evita forzar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar»: siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida y jugársela hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño es que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Una comunidad evangelizadora sabe «cortejar»: celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante. Y la evangelización gozosa deviene belleza en la liturgia y fuente de un renovado impulso oblativo en medio de la exigencia diaria de propagar el bien (EVG 24).

Recibid el saludo de vuestro hermano obispo, 

+ Joan Pirirs Frígola, Obispo de Lleida