[17-12-25] La Navidad es, para muchos, tiempo de luz, de esperanza y de reencuentro. Pero esas mismas fechas pueden acentuar el dolor de quienes viven la soledad y la precariedad. Mientras las familias se reúnen alrededor de una mesa bien dispuesta, otras no pueden garantizar una comida caliente, pagar el alquiler o mantener la calefacción. El contraste es sobrecogedor y nos interpela profundamente como cristianos.

Cada año aumenta el número de personas que dependen de bancos de alimentos, comedores sociales o de entidades como Càritas. Son familias trabajadoras que no llegan a fin de mes, abuelos que sostienen a sus nietos con pensiones mínimas, jóvenes sin oportunidades laborales, migrantes en situación de incertidumbre o personas sin techo que buscan un lugar seguro. La pobreza tiene rostro, y es el rostro de los vecinos con quienes nos cruzamos cada día.

La Navidad, con su promesa de luz, hace más visibles esas sombras. Ante este contraste, podríamos caer en la indiferencia o en la idea de que no podemos hacer nada. Pero el seguimiento de Jesús y del Evangelio nos invitan a otra cosa. Dios se hace presente precisamente en la fragilidad. El rostro de Jesús es el rostro de quienes hoy sufren: niños que pasan hambre, refugiados que huyen de la guerra, personas sin documentación que luchan por vivir con dignidad. La Navidad no es, por tanto, solo una fiesta familiar o una tradición cultural; es una invitación a reconocer a Dios en el sufrimiento de los demás y a actuar en consecuencia.

Como cristianos, estamos llamados a mirar la realidad con atención y compasión, tal como hizo Jesús. Él no pasó de largo: miró, escuchó y tocó las heridas humanas. Esta actitud nos exige ver sin filtros, dejarnos conmover y actuar.

La fe reclama gestos concretos: compartir lo que tenemos, sumarnos a iniciativas solidarias, dedicar tiempo, acompañar la soledad, defender la justicia social. La caridad auténtica no es dar lo que nos sobra, sino compartir desde lo que somos, como Jesús se entregó a sí mismo.

La Iglesia, como comunidad, debe convertirse en signo de esperanza y de amor preferencial por los pobres. Cada parroquia debería ser un espacio de acogida y dignidad, un lugar donde los más vulnerables encuentren apoyo real. Que esta Navidad, al contemplar al Niño en el pesebre, recordemos que Dios sigue buscando posada en los corazones humanos. Abrámosle la puerta con la solidaridad, el servicio y la justicia. Solo así la Navidad será verdaderamente Navidad.

Delegados de Càritas de las diócesis con sede en Catalunya