El Papa Francisco inauguró ayer, 4 de octubre, el Sínodo de Obispos, una gran cumbre sobre el futuro de la Iglesia católica, asegurando que la institución necesita reparaciones para convertirse en un lugar de acogida para “todos, todos, todos”, y no en una barricada rígida desgarrada por miedos e ideologías.

Francisco presidió una misa solemne en la Plaza de San Pedro que marcó el inicio formal del Sínodo de Obispos. Advirtió a los sectores contrapuestos en el seno de la iglesia que deben dejar de lado sus “estrategias humanas, cálculos políticos o batallas ideológicas” y dejar que el Espíritu Santo guíe el debate. “No hemos venido aquí a crear un parlamento, sino a caminar juntos con la mirada de Jesús”, dijo.

Pocas veces en los últimos tiempos una reunión vaticana ha generado tanta esperanza, expectación y temor como esta cumbre de tres semanas a puerta cerrada. No se tomarán decisiones vinculantes y es apenas la primera sesión de un proceso de dos años. Pero, sin embargo, ha trazado una clara línea entre diferentes visiones de la Iglesia y marca un momento decisivo para Francisco y su agenda reformista. Entre otras cuestiones, se abordar adopción de medidas concretas para dar a las mujeres más funciones decisorias en la iglesia, incluso como diáconas, y para que el común de los fieles tenga mayor voz en la gobernanza. También se discute cómo admitir mejor a los católicos LGBTQ y otros que han sido marginados por la iglesia y tomar medidas para verificar cómo los obispos ejercen su autoridad para prevenir abusos.