Diversos
Lloc de naixement: 
Muniesa (Teruel)
Anys naixement-defunció: 
1879 a 1936
Martir / Beat / Sant

El niño maravilloso

Fray Serapio era un niño, un niño grande, pero niño bueno, buenísimo, sin picardías. Y a la inocencia unía su condición de modesto, complaciente, jovial. Quería a todos y se hacía querer de todos. Caso excepcional.

Accedió a la existencia en Muniesa, Teruel, el 1 de noviembre de 1879, siendo sus progenitores Manuel y Joaquina, que lo hicieron bautizar el inmediato día 3. Desde crío, Santos, que ése era su nombre de pila, fue distinto; muy piadoso, trabajador, sumiso, retirado, enteramente ajeno a los bullicios y fiestas populares; no faltaba a misa ni al rosario dominicales; no salía de noche.

Llegó igual de bueno a la juventud. Pero nada tenía de apocado o infeliz, era apuesto, se manifestaba decidido.

Contando veintiún años, sin advertir a sus padres, Mariano y Joaquina, un sábado de madrugada echó a andar y arribó desde Muniesa a El Olivar. Sólo a su hermana Petra le confió el secreto, así como que se hacía fraile porque Dios lo llamaba, incluso por medio de una luz sobrenatural que tres veces se le había manifestado en el campo. Por no levantar sospechas se fue al agro, como solía, confió caballerías y aperos a un vecino…

En El Olivar lo vieron tan inocente y resuelto que se lo quedaron. De inmediato le dio el hábito, el 17 de enero de 1901, el padre Mariano Pina, teniendo por testigo al padre Antonio Gómez; el padre Pina al año escaso, el 19 de enero de 1902, aceptó sus votos, en presencia de los padres Policarpo Gazulla, maestro de novicios, y Domingo Aymeric. A los pocos días lo destinaron a Lérida. A currar allí más de treinta años.

Cambiando su nombre de Santos a Serapio, en Lérida emitió su profesión solemne, ignorándose la fecha, y desgranó casi toda su vida en Lérida, constándonos de su ausencia en 1916, así como de breves estancias en Barcelona, allí andaba en octubre de 1915, y en San Ramón, donde se encuentra en agosto de 1920. Siempre servicial, humilde, observante, dócil, muy  jovial, obediente, hirientemente sincero.        

Por eso se le utilizaba para todo, sacristán, cocinero, portero, mandadero, maestro de párvulos en nuestros colegios de Lérida y San Ramón. El padre Jaime Monzón lo definió sacristán diligente, muy alegre y juvenil con los niños.

Todo le caía. En la Navidad de 1921 llegó de regalo a la comunidad una oca, fray Serapio tendría que sacrificarla; por lo pronto la echó en los intrincados sótanos del convento y, cuando vino a por ella a la mañana siguiente, la palmípeda había desaparecido.

En la iglesia sabía complacer a los sacerdotes que a cualquiera hora de la mañana le pedían celebrar y se ganaba a los fieles con sus atenciones. En agosto 1922, con el permiso superior, realizó una campaña para adicionar reclinatorios a los bancos de la iglesia; treinta y ocho contribuyentes aportaron 175’50 pesetas, las que dieron para dieciocho de los veintiséis bancos, dos reclinatorios completos y una lámpara para el sagrario.

Se entendía maravillosamente con los pequeños, tanto en el aula como cuando los conducía por la calle al instituto; aunque a las veces repartió cachetes. Vivió con ilusión la docencia, y al igual que los otros religiosos, se dolió de la muerte del colegio leridano por inanición; realista, el 31 de agosto de 1925 se pronunció por la clausura del colegio como la mayoría de la comunidad, aunque les cayeron encima las iras de la superioridad.

Es que las cosas iban cambiando vertiginosamente. Ahora había penuria en la casa y peligros en la calle. Desde 1929 se le constata adquiriendo ropa laical, una garibaldina, camisas, traje... y, al igual que los otros religiosos, cultivaba la mística martirial. A don Antonio Hernández, que regularmente venía a la Merced para visitar al Santísimo, le solía preguntar: ¿Qué, nos matarán?

Muy luego lo asesinarían. No obstante que, afirman cuantos le conocieron, tenía todas las virtudes y en todo era edificante. Nunca había hecho mal, siempre había pretendido lo mejor para los demás. El mundo no era digno de él.

Martirio de P. Tomás Campo Marín, P. Francisco Llagostera Bonet y Fr. Serapio Sanz Iranzo

Entre los setenta y cuatro inmolados en Lérida la infausta noche del 19 al 20 de agosto de 1936 cayeron estos tres mercedarios.

Ya llevaban meses de tortura, insultados por la calle y la prensa. Varias noches de febrero durmieron fuera de casa, pues estaban amenazados de muerte y quema del convento. Al sentirse inseguros en el convento, los tres pasaron a la casa de un amigo, el señor Amorós, calle de San Antonio número 38, frente al convento, llevando también, con ayuda de vecinos, algunas maletas con ropa y objetos de culto, serían sobre las 10 u 11 de la mañana.

 El peligro era enorme, porque la chusma husmeaba tras las pistas de los religiosos; por lo que, mal aconsejados, al anochecer del 22 del mismo julio, se entregaron en la cárcel, creyendo estar allí más seguros que ante la convicción de ser linchados por las hordas. Se llegó, pues, la señora Amorós a la comisaría de policía y, encontrando a Juan Ribelles, le expuso cómo en su casa tenía tres frailes mercedarios escondidos que querían entregarse porque habían sabido cómo la Generalitat había ordenado llevar a la cárcel a sacerdotes y religiosos, y pensaban estar más seguros en la cárcel que en su casa, se ofreció el señor Ribelles a llevarlos personalmente, cogió un coche de la Generalitat y los llevó a la cárcel provincial entregándolos al oficial de servicio. Carmen Duch los vio ir conducidos por un pelotón de milicianos rojos, desde calle San Antonio enfilaron la calle del Correo viejo, andaban muy dóciles, como mansos corderos, por su aspecto muy resignados e ensimismados. Veintiocho días estuvieron en el departamento número 7.

Pronto se percataron de su error, pues eran continuas las sacas de los encarcelados, viendo cada noche cómo desaparecían sus compañeros de presidio. Mas no perdieron el aplomo en ningún momento, sino que se convirtieron en arrimo y amparo de los compañeros, sobre todo de los seminaristas jóvenes. Y, para no molestarles, el padre Campo se comprometió a no fumar delante de ellos, porque estos chicos se lo merecen todo. Francisco Grau, compañero de celda, afirma de los Mercedarios: Eran tenidos por santos religiosos, se empleaban en sus prácticas religiosas, en asistir y levantar a todos los compañeros de prisión. Constaté su elevado espíritu y su alegría en aquella hora de amenazas; encorajinando a todos, orando y dirigiendo la plegaria de los encerrados en la misma celda, animando a todos, serenando nuestros ánimos y ayudando a bien morir. No sólo asumieron su muerte, esperaron el martirio con gozo.

El padre Tomás no mustió en ningún momento su aplomo y su jovialidad habitual. José Berenguer, también consorte, dice de su empeño en comunicar alegría y hacer reír y expresa cómo sobresalía por su resignación, dulzura en el trato y celo, dispuesto siempre a confesar, dirigiendo el rosario y otras plegarias en voz alta, demostrando mucha serenidad y coraje, animando a los menos animosos. En una ocasión un preso exigió que no se rezara en voz alta en la celda, y padre Tomás replicó enérgicamente, que había que rezar sin miedo de nadie, porque era modo de demostrar la fe cristiana, pues sólo por eso estamos presos. Hablaba del martirio con frecuencia y exhortaba al martirio por Cristo. Era un verdadero padre, afirman los hermanos Puértolas.

El padre Francisco siguió tan próximo y servicial como fue siempre, aunque de carácter algo cerrado -dice Ramón Muntañola-, se esforzaba por ayudar a todos, siendo un gran consejero, muy afable, sobresaliendo por su gran humildad, tratando con mucho respeto al superior, sobe todo siempre dispuesto a confesar y muchos lo solicitaban

Fray Serapio no menguó su aplomo, serenidad, alegría, servicialidad con todos, su humildad, su piedad que edificaba a todos; estaba particularmente atento a mantener el ánimo de los deprimidos y a cumplir las insinuaciones de su superior. Llamados los dos padres, advirtiendo fray Serapio que se los llevaban, protestó que él también quería correr su suerte, pues era igualmente religioso. Un miliciano, allí presente, aseveró que así era, porque en el colegio de la Merced, siendo niño, le había dado un bofetón; bofetón que ahora el forajido le devolvió ostentosamente, sin que el Hermano se inmutase lo más mínimo. Y sin más los milicianos lo unieron al grupo.

Los tres se despidieron de los compañeros de calabozo, abrazándolos y musitándoles: adiós, hermanos, hasta la eternidad. Sacaron a setenta y cuatro religiosos y sacerdotes. No había habido cargos, ni juicio, ni sentencia. Los hacinaron en camiones, maltratados, vilipendiados, blasfemados.

El holocausto comenzara a las 11:30 de la noche, hasta ese momento la cárcel estaba a oscuras y en silencio. Ruido de cadenas y cerrojos; los milicianos entraban en las celdas, encañonaban a los presos, leían nombres, sacaban a los nominados al pasillo, los ataban de dos en dos por los sobacos, y sobre la l de la madrugada, los juntaban en grupos de cinco parejas, los hacían subir al camión. A las 1:15 los camiones, conducidos por guardias de asalto, habían rebasado el cementerio, llegando al cruce de las carreteras de Tarragona y Barcelona. Parece como si los conductores, horrorizados, hubieran querido seguir a Barcelona para evitar la masacre, pero en aquel momento les cayeron encima unos doscientos milicianos que estaba apostados, y obligaron a los camioneros a retroceder ante el cementerio.

Los setenta y cuatro mártires, todos muy serenos y conscientes, en los camiones al unísono cantaban el Ave maris stella, el Magníficat… vitoreaban a Cristo rey… invocaban a María. Los tiraron desde los camiones, a culatazos y empujones. Atados de dos en dos, en grupos de catorce, eran puestos ante el muro interior del cementerio, frente al pelotón de asesinos y villanamente asesinados, de noche, a la luz de los focos de un camión. Cuando se oía la orden apunten, los mártires gritaban, unánimes las gargantas y los corazones, ¡viva Cristo rey!¡Madre mía!. Se cuenta del padre Campo que entonó el Cantemos al amor de lo amores. El rugido de la chusma, doscientos rufianes, no lograban aminorar el grito de los mártires.

Pasó un miliciano dando el tiro de gracia, pero ni se molestaron en enterrarlos. A a los asesinos siempre les aterran los rostros serenos de sus víctimas. Fue al día siguiente cuando los empleados del cementerio los evacuaron en una fosa común.