El perfume de santidad en el convento
Nació en Híjar el 22 de octubre de 1858, de Antonio y Rafaela, en la casa de los Espinagueros, de buena posición económica. Fue llevado a la fuente bautismal al día siguiente de nacido. Un sobrino cuenta que ningún domingo faltaba al rosario de la Aurora, frecuentaba los sacramentos, cantaba en el coro parroquial, llevaba una vida muy retirada y recogida, no gustaba de las fiestas. Buena base para un santo.
Ingresó cuarentón en El Olivar, previa la dispensa de edad, vistiendo el hábito el 14 de abril de 1903 de manos del padre Nicolás Paracuellos, ante el padre Felipe Magrazo, y profesando los votos simples el 27 de abril de 1904, ante los padres Mariano Pina y José Gómez. Desde el principio vivió gozosamente su entrega a Dios. Ya venía piadoso, ahora aspiraba a la perfección; por más que no le resultara fácil, teniendo que hacer un esfuerzo supremo para adaptarse a la vida regular. Se acomodó, pues desde el primer día resultó edificante por ser laborioso, penitente, prudente, mesurado, devoto. Tenía claro a qué venía.
Y así ni en él ni en la comunidad hubo titubeos al cumplirse el plazo de la profesión solemne, que emitió el 28 de julio de 1907, ante los padres Manuel Martín, Mariano Pina y Felipe Magrazo. La víspera había hecho su renuncia de bienes: tenía prestadas 555 pesetas al 1% y un hermano le debía otras 80; repartió a sus dos hermanos una casa, un mas, una era y 160 pesetas, dejando al Convento el resto del capital, así como la yegua y otras cosas que trajera al enclaustrarse. Era como quemar las naves.
Recalará en El Olivar, y aquí vivió siempre, llevando una existencia sin ninguna notabilidad, sólo se cuenta de él que en 1931 le cayó encima la puerta del huerto que da a la chopera. Mi padre Vicente comenta que era muy retirado y estaba siempre trabajando en el huerto.
Su ministerio fue el huerto, el gallinero, la portería. Y ponía toda su fe, su ilusión y su rancio saber de campesino en sacar buenos tomates, ofrecer óptimos prescos; obtener sabrosos huevos y hermosos conejos… Cavaba, plantaba, regaba, podaba, de sol a sol, con generosidad. Cuando se le invitaba a descansar en la sombra, respondía afectuosamente: Descansar, en el cielo. Aprovechaba el tiempo al máximo, nunca se hallaba ocioso. Eso sí, tenía asediada a la Virgencica de El Olivar: Madrecica, que llueva; Morenica, esos nubarrones… ten en cuenta que hay muchas bocas en casa…esos estudiantes son jóvenes y han de comer.
Rezaba, rezaba a todas horas, en el campo, en los corrales, en la celda. Si sonaba el ángelus, se hincaba de rodillas donde estuviera, aunque el suelo fuera un pedregal, y con quien estuviera; se recogía profundamente; luego se secaba el sudor, y al tajo. Cuando tenía las manos libres, indefectiblemente sus dedos estaban acariciando las cuentas del rosario. Si no podía estar en el agro, si tenía arreglados los animales, se ponía a leer libros piadosos; se iba al coro, al camarín de la Virgen, a la iglesia, siempre arrodillado aún cuando envejeció. Cuánto gozaba con la misa, qué arrobos ante el sagrario, qué confidencias con la Madre.
Su meticulosidad, su observancia regular, la eximia puntualidad a los actos comunitarios… imponderables. Con los superiores se pasaba de reverente, tan respetuoso que ante ellos no hablaba si no era preguntado. ¿Su mortificación? extrema, no se permitía tocar un fruto del huerto, con lo tentadoras que eran las cerezas primerizas, las higas septembrinas, los pepinos que él cultivaba; si alguien lo tentaba, respondía terminante: La Regla, la Regla. Pero es que además, si alguien le solicitaba algún fruto, aunque fuera la Molinerica, aún siendo sumamente amoroso y humilde, decía que lo pidiesen al padre comendador, pues él no podía disponer de nada por su voto de pobreza. Eso es casta.
Siempre alegre, feliz, rebosando paz y felicidad. Dirá de él un sacerdote, que era el perfume de la santidad del Convento, que ciertamente fuera canonizable aunque no hubiera muerto mártir, pues acumulaba todas las virtudes. Y el padre Manuel Sancho aseveraba que fray Antonio a sus ochenta años conservaba la inocencia bautismal.
Martirio de Fray Pedro Esteban Hernández y de Fray Antonio Lahoz Gan
Fray Pedro y fray Antonio fueron de los últimos en abandonar El Olivar, saliendo con el grupo del padre Francisco Gargallo. Estando emboscados en la Codoñera, el padre Comendador les autorizó para irse para su pueblo, Híjar, el 5 de agosto. Pasando por el Tormagal, comieron algo, obsequiados por los molineros; a media tarde pasaron por Crivillén declinando la merienda que les ofrecieron, porque iban deprisa, pasaron por la era de Manuela Estopañán para despedirse, fray Antonio le regaló un rosario hecho de huesos de oliva. Iban tristes y se despidieron llorando. A primera hora de la noche llegaron a los Mases de Crivillén encontrándose con el grupo del padre Gargallo, pero tomaron otro rumbo. Tras algunas jornadas de andar por los montes, llegaron al mas de Burillo, dándose a conocer; pidieron comida y rogaron que avisaran a sus familias. Dijeron que habían salido del convento porque los querían matar.
Enterados los familiares de fray Pedro, vino su resobrino Pascual Lázaro Esteban para trasladarlos al mas familiar, La Chumilla, aposentándose en una caseta de campo. La familia les traía víveres; ellos leían sus libritos de devoción, rezaban el rosario, y sin recatarse conversaban con los campesinos y aún les ayudaban en las tareas del campo. Lo tenían claro: Venimos a cumplir la voluntad de Dios, y a venga lo que Dios quiera. Estamos dispuestos a recibir el martirio.
La familia y otros vecinos, mirando por su salvación, intentaron organizar su huída a la zona nacional y hasta anduvieron un trecho los dos frailes, pero se volvieron porque era de cobardes huir de la muerte, y porque es muy grande y muy glorioso ser mártires. La verdad es que fray Antonio andaba muy mal, por anciano y desmejorado, y fray Pedro desistió de dejarlo solo.
Una noche de primeros de septiembre, sobre las cero horas, llegaron Luís Pina y cuatro milicianos, conducidos por el chofer José Beltrán, que se mantuvo al margen. Uno de los asesinos abrió la puerta y vio delante a fray Pedro que le ofreció el pecho, diciendo no tengo miedo, ¡viva Cristo rey! Fray Antonio estaba a su lado. Sacaron a los dos hermanos fuera de la choza –especifica el atestado- les hicieron una descarga y dejando a la víctima allí regresaron al pueblo. Luís Pina se jactaría luego ante sus compinches: Chicos, ayer matamos a dos frailes, y al primer tiro que le tiré a uno se le saltaron todas las tripas.
Antonio Montañés y El Alpargatero, traídos por Beltrán, al día siguiente los enterraron. Pasó luego un vecino, vio la tierra reciente del hoyo en que fueron sepultados y un charco de sangre aún fresca, con la que escribió en el dintel del mas: Aquí han caído dos mártires.
El 25 de noviembre de 1938 fueron exhumados los cadáveres y, por Alloza y Crivillén, los llevaron a El Olivar, donde el 28, al medio día, fueron sepultados. Unas cien personas vieron los esqueletos que se conservaban enteros con la piel pegada a los huesos y las ropas mostrando los agujeros de las balas.
Ahí están, al pie de su Virgen, retando, invitando.