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Cerca de vosotros (Obispo Salvador)
Autoria
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Fecha publicación: 
Dom, 11/01/2015
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TODOS LOS SANTS Y EL RECUERDO DE LOS DIFUNTOS

La tradición de la Iglesia ha unido estas dos conmemoraciones en fechas sucesivas, 1 y 2 de noviembre. Nuestra experiencia personal, y también comunitaria, asocia de forma inmediata cuando llegan estos días la alegría de la fiesta por el reconocimiento y la intercesión de todos los santos que están junto a Dios con cierta tristeza y cariñoso recuerdo en las acostumbradas visitas a los cementerios para rezar por los seres queridos difuntos que allí reposan.

Son dos celebraciones que la devoción popular tiende a confundir presentándolas como una única realidad. Y conviene que todos nosotros sepamos distinguir el significado de cada una de ellas. Por una parte nos alegramos por tener tantos santos anónimos en el cielo, personas como nosotros, que interceden por todos los que aún vivimos en esta tierra y, por otra, dirigimos nuestras oraciones a Dios por los fieles difuntos para que, siendo purificados por la gracia, puedan gozar pronto de su compañía. A los primeros los necesitamos, los segundos nos necesitan.

            El Catecismo de la Iglesia Católica resume con mucha claridad estas situaciones de la vida cristiana. Lo podéis encontrar en los números 954 al 962 que tiene como título La comunión de la Iglesia del cielo y de la tierra. Sólo cito para recordaros el último número de los referidos, algo que vuestros sacerdotes ya  os han explicado en numerosas ocasiones: “Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones”.

En estas circunstancias de fiestas y recuerdos nuestra atención se dirige a la reflexión sobre la vida y la muerte. Cómo el ser humano habla, siente y transmite la vida y cómo afronta la muerte. Es una cuestión radical que ha sido objeto de múltiples aportaciones de filósofos, etnólogos, historiadores y sociólogos. Se han escrito páginas hermosas sobre esta cuestión; hay abundantes estudios que intentan clarificar las diversas reacciones humanas ante esta realidad. Los creyentes también tenemos una respuesta adecuada y aceptamos que nuestra cosmovisión tiene una coherencia plena mirando los orígenes o intuyendo los finales.

Los cristianos orientamos nuestra vida con la lectura de los textos bíblicos que progresivamente nos muestran el designio de Dios sobre la humanidad entera y sobre cada uno de nosotros. Nos fijamos sobre todo en las palabras y en la actitud de Jesucristo ante la vida y ante la muerte. De Él recibimos explicación y nos atenemos a las consecuencias. Dios es el autor de la vida, nos la ofrece como un regalo y aceptamos su decisión sobre el final de la misma. El modelo, como un referente absoluto, es Jesús de Nazaret quien manifiesta un amor desmedido hacia la vida de todos los seres humanos y acepta con plena confianza en el Padre Dios la muerte en la cruz.

No somos dueños de la vida ni podemos decidir nuestra muerte ni, por supuesto, la de los semejantes. Ni siquiera recurriendo a los avances científicos. Nos dice el Señor que el ser humano es su gloria, objeto de su predilección y, por tanto, un fin absoluto en sí mismo. Nunca un medio para conseguir otras cosas. Tampoco profesamos un culto a la muerte. Reconocemos nuestra finitud y apostamos por dejar la vida en manos de Dios.Nunca aceptaremos la muerte inducida ni cortaremos de raíz la vida naciente. Que estos días sean vividos con alegría, con confianza y con esperanza.

                                                                                  +Salvador Giménez

Obispo de Lleida.